TRADICIONES
LA TRADICIÓN DE LOS RAMOS
Era costumbre la víspera de” la fiesta del Señor” – domingo siguiente al jueves de Corpus, fiesta celebrada en La Venta de San Vicente y en la que se solía estrenar algo- decorar las calles del pueblo por donde iba a pasar la procesión, preparar un arco en la entrada del cementerio de la iglesia y adornar las ventanas de las mozas con ramos de hojas de chopo.
La noche anterior a la fiesta los mozos del pueblo se juntaban y cogían, normalmente sin permiso, algún carro de los guardados en los corrales o en los ”tinaos”. Haciendo unos mozos de animal, tirando de la tiradera y otros empujando las ruedas, se llegaba a las arboledas: unos años al Artezuelo, otros a los Pilones y Pialdea. Si los mozos eran valientes, se iba hasta Rehoyo o, incluso, a Pradohoyo para llenar el carro de ramas tronchadas de los altos y frondosos chopos. ¡Cómo quedaban algunos de pelados!
La noche anterior a la fiesta los mozos del pueblo se juntaban y cogían, normalmente sin permiso, algún carro de los guardados en los corrales o en los ”tinaos”. Haciendo unos mozos de animal, tirando de la tiradera y otros empujando las ruedas, se llegaba a las arboledas: unos años al Artezuelo, otros a los Pilones y Pialdea. Si los mozos eran valientes, se iba hasta Rehoyo o, incluso, a Pradohoyo para llenar el carro de ramas tronchadas de los altos y frondosos chopos. ¡Cómo quedaban algunos de pelados!
Una vez cargado el carro y tras las aventuras
del camino de vuelta (¡gira más a la derecha que nos salimos!; ¡para, para!; ¡empujad más que vamos cuesta arriba!; ¡cuidado con esa piedra!…) se llegaba a la puerta de la iglesia. Allí, los más avezados y con más experiencia preparaban un precioso arco con ramas atadas con las cuerdas para tender la ropa, que se robaban en los hastiales de las casas. Poco a poco, y no con facilidad, se iba dando forma hasta conseguir ese arco perfecto. Unos años salía arco de medio punto y otros, más ojival, según la maña de los mozos arquitectos. A su vez, desde este arco hasta el altar de la iglesia se extendía una alfombra de tomillo y espliego que daba un colorido y un olor espléndido en la celebración de la misa de “El Señor”.

Por último, se colocaban ramos en todas las ventanas o puertas de las mozas del pueblo, eligiendo el ramo el mozo más interesado. Si la moza no tenía novio la calidad del ramo se elegía dependiendo del “carácter” de la chica. En ocasiones, si éstas dormían el piso de arriba, se escalaba hasta el balcón para dejar el “obsequio”.
A la mañana siguiente, día de la fiesta, el pueblo aparecía engalanado de verde y morado para celebrar al son de la gaitilla y el tambor el día de “El Señor”.
EL AGUINALDO
Una de las tradiciones más antiguas entre los niños ha sido siempre la de salir a pedir el aguinaldo. Esta costumbre en Los Patos siempre se hacía el día de Nochebuena por la mañana, no por la tarde como se hace en otros lugares.
A media mañana, los niños y niñas nos juntábamos para dar la vuelta al pueblo haciendo colgar de nuestros pequeños cuellos los más grandes y sonoros cencerros de bueyes, “cencerras” de oveja y cascabeles que cada uno tenía en su casa. No faltaban tampoco alguna pandereta y las zambombas, hechas con un bote y la vejiga del marrano matado en esas fechas y flotada con una paja larga de centeno o” berceo”.

De esta forma tan sencilla y la vez tan noble, menos interesada que en la actualidad, se pasaba la mañana del primer día de las fiestas de Navidad.
LOS CARNAVALES

Cuentan los mayores que aunque de forma muy sencilla y austera siempre se celebró el carnaval, excepto en los años en los que por la guerra civil, estuvo prohibido. Aún así, en esos años no faltaba quien con una simple capa y un sombrero intentaba asustar a los niños por el pueblo al caer la tarde.
Aún tenemos en el recuerdo cómo al llegar de la escuela, ese día, al abrir la puerta, toda la casa olía diferente: el olor de la masa en el horno o al frito en la sartén. Todo ello hecho con productos naturales: los mejores huevos frescos de las propias gallinas, la
harina recién molida que traían los panaderos de Mingorría o Velayos por encargo, la manteca del marrano de la matanza del año. Con sumo cuidado, desde el momento en que los niños nos íbamos a la escuela para no molestar, se había ido haciendo la masa, para luego dejarla reposar y meterla al horno o freírla dependiendo del dulce elegido.
harina recién molida que traían los panaderos de Mingorría o Velayos por encargo, la manteca del marrano de la matanza del año. Con sumo cuidado, desde el momento en que los niños nos íbamos a la escuela para no molestar, se había ido haciendo la masa, para luego dejarla reposar y meterla al horno o freírla dependiendo del dulce elegido.
Normalmente se hacía entre dos personas, una amasaba y cortaba y la otra freía. Todo ello con la lentitud de ir caldeando la
lumbre con su leña y paja correspondiente. Con suma paciencia, después de hacer la masa, se estiraba y se estiraba con el molde sobre un poco de harina hasta que quedara bien fina, para luego cortar y freír las deliciosas hojuelas, o dar formas con el florero de metal a las majestuosas flores, o retorcer en las cañas la masa para sacar los largos retorcidos.
lumbre con su leña y paja correspondiente. Con suma paciencia, después de hacer la masa, se estiraba y se estiraba con el molde sobre un poco de harina hasta que quedara bien fina, para luego cortar y freír las deliciosas hojuelas, o dar formas con el florero de metal a las majestuosas flores, o retorcer en las cañas la masa para sacar los largos retorcidos.
Después de dejarlo enfriar se guardaba en las cacerolas matanceras o en latas de metal en las despensas hasta llegar los días señalados, excepto esas que siempre quedaban peor o los pequeños restos que sí te dejaban coger en casa para probarlo. Estos dulces así guardados, por contradictorio que pueda parecer, cada día que pasaba estaban mejor. También a veces ocurría que tras guardar los dulces a buen recaudo de los niños, éstos los encontraban y sin decir nada los iban cogiendo y llegado el día de carnaval cuando la madre iba a hacer uso de ellos ya habían desaparecido.
Llegados ya los días de carnaval, los chavales del pueblo por las tardes nos disfrazábamos para ir dando cuenta de los dulces de las distintas casas. Nos organizábamos para ir a pedir “la raspa”, que así llamábamos, casa por casa, parecido a como se hace con el aguinaldo. Dividíamos el pueblo en tres partes, una para cada día: domingo, lunes y martes de carnaval.

Juntos, ya con la noche cerrada, al son de la botella de anís granulada de “el mono” rascada con una cuchara, empezábamos la ronda casa por casa. Las había más generosas, sobre todo las propias de los niños y otras más tacañas. Todos sabíamos cual era la especialidad de esa casa: Las mejores hojuelas las de fulanita, los mejores retorcidos los de menganita, y así sucesivamente. A veces, para que los dulces pasaran mejor, en alguna casa te daban un poco de vino dulce, que ya a los más mayorcillos iba gustando.


De esta forma tan sencilla, pero a la vez tan divertida, pasábamos los carnavales en nuestro pueblo: San Esteban de los Patos.
LA MATANZA
La matanza comenzaba el día antes de la muerte del cerdo, ya que se procedía a picar la cebolla para las morcillas, con lo que quien más, quien menos, lloraba por el cerdo antes de haberle matado.
A la mañana siguiente, reunida la familia y algún vecino cogían al gordo animal agarrándole cada uno de donde podía, pero teniendo buen cuidado de que alguno le sujetara por las orejas para tener la cabeza inmóvil mientras otra persona le ataba fuertemente una cuerda rodeando el morro para que no pudiera morder; le ponían sobre la mesa de matar, formada por una gruesa tabla de encina o roble con cuatro patas. Puesto el animal sobre la mesa, y sujeto a fuerza de puños y mañas, el hombre que había de matarle se situaba detrás de la cabeza provisto de un cuchillo grande y bien afilado con el que infería una puñalada en el cuello de abajo hacia arriba, a fin de cortar las yugulares para que sangre bien; la sangre que fluía se recogía en un barreño removiéndola constantemente con un cucharón de madera, para evitar la coagulación; cuya sangre se empleaba para hacer las morcillas, si bien una parte se dejaba coagular para consumirla cocida, pues frita con cebolla constituye un agradable alimento.
Muerto el cerdo, se le colocaba sobre pajas de centeno recogidas en los rastrojos; se prendía fuego y se movían las pajas con una ahijada o un palo largo, para que no quedaran cerdas (pelos) sin quemar; choscarrada la parte del lomo se volvían los cerdos poniéndolos panza arriba y se repetía la operación .
Una vez choscarrado, se raspaba todo él para quitarle los restos de ceniza y se procedía a abrirle en canal haciéndole dos cortes longitudinales y paralelos desde el morro hasta la región anal, sacando así una cinta de tocino, la panceta, dejando al descubierto todo el interior del cuerpo; extrayéndole el vientre del animal formado por el estómago, intestinos, etc. y la asadura (hígado, corazón y pulmones). Los intestinos o tripas se lavaban junto a la fuente con agua abundante y fría, lo cual quiere decir que las personas que lo realizaban, terminaban medio heladas. Extraídas las vísceras y la manteca se cuelga el cerdo de un travesaño, anilla o gancho situado en el techo, para lo cual se ata por el hueso del pubis (culo).
Las morcillas es el primer producto que se elabora en la matanza; la cebolla picada se mezcla con sangre, arroz cocido y algo de manteca, sal, pimienta y se embute en las tripas del intestino grueso; seguidamente se cuecen en caldera de cobre colgada de las llares sobre el fuego, (las llares consisten en una cadena con gancho que pende del interior de la chimenea). Era costumbre mandar a las amistades y familia alguna morcilla y algo de caldo de cocerlas (caldobaldo).
El segundo día de la matanza, una vez conocido el resultado del análisis de la carne, hecho por el veterinario; se hacia el destace, cortando adecuadamente y distribuyendo en las artesas cada parte según el destino; por un lado, los jamones y paletas (éstas normalmente se solían deshuesar y picarlas para el embutido), los lomos, solomillos, las cintas de tocino de panceta, la careta (piel de la cabeza), espinazo y las costillas; todo se ponía en un adobo (agua, sal, pimentón y orégano) varios días, secándolo después para comerlo; en cuanto a los jamones y tocino, se sazonaban con sal gorda. La carne destinada al embutido se clasificaba dejando la más magra para la longaniza y la más grasienta para hacer chorizos. Con las mantecas se hacían los chicharrones, se cortaban en trozos y se freían.
El tercer día era el del embutido, la carne se picaba finamente mediante máquinas, se sazonaba con sal y pimentón; se amasaba y se embutía en las tripas del intestino delgado. Para embutir se empelaba la misma máquina que para picar, sustituyendo las cuchillas por un embudo; a medida que la tripa iba llenándose se apretaba la carne y se picaba con un alfiler para sacar el aire, atándola una vez llena por los dos extremos con una cuerda especial; se hacían en tramos de unos veinte centímetros; se colgaban en largas varas colgadas del techo, en la cocina si se quería curarlas al humo, o en otra habitación si se prefería curarlas al aire. Del cerdo se aprovecha todo, pues no solo los jamones, lomos, solomillos, embutidos, morcillas, orejas, rabo, hueso de espinazo, costillas, chicharrones, manteca, patas, etc. La vejiga inflándola con una paja de berceo y golpeándola repetidamente alcanza un buen volumen y se emplea luego para hacer las navideñas zambombas.
Por último hay que hacer constar que la matanza fue una auténtica fiesta en nuestro pueblo; se comía y bebía en abundancia, se entretenían las horas del atardecer anteriores a la cena en juegos y bromas inocentes.
La tradicional matanza del cerdo continúa siendo un ritual que todavía se mantiene en el medio rural. El cerdo ha sido la base de la economía familiar de las gentes del campo durante siglos.