OFICIOS

AMA DE CASA, ANTAÑO.

Entre los oficios más importantes y menos reconocidos está el de las mujeres de la casa. Antiguamente, si cabe, todavía era más importante que en la actualidad. Las mujeres en el pueblo
hacían prácticamente de todo: cuidaban la casa, ponían la lumbre, preparaban comidas, criaban y cuidaban de un montón de niños, atendían a los mayores, lavaban la ropa en la poza, en el arroyo, cosían, acarreaban el agua desde los caños a casa, cocían el pan, se encargaban de las gallinas,
atendían a los marranos y además, por si fuera poco, ayudaban a los hombres en las tareas del campo, llevando las comidas a las tierras, escardando, dando la vuelta a la parva, barriendo el “emparvadero” y un sinfín de cosas más. Ellas se encargaban prácticamente de todo en la casa, los hombres apenas sabían freírse un huevo.
El trabajo concreto de la cocina era simple y cotidiano, a no ser en los días de fiesta que se salían de la rutina y preparaban algunos platos más elaborados.
Las mujeres, la víspera, echaban en remojo los garbanzos o judías de la comida del día siguiente. Por la mañana, al levantarse, tras lavarse con un poco de agua en la palangana, ponían la lumbre con leña y paja, preparándolo con la badila y avivando el rescoldo de la lumbre de la noche anterior con el fuelle. Hacían unas sopas, bien de ajo, bien de leche y unos torreznos y ya estaba el desayuno para todos. Posteriormente ponían el puchero a cocer lentamente y al mediodía tenían la comida hecha. Poco a poco se iba dando fin a la matanza.
Toda la familia se reunía a comer prontito. Allí se servía la comida bien en una cazuela de barro o
bien en una media fuente en el centro de la mesa y todos comían de ella. (Hasta los lentos tenían que espabilar).Calentaban un poco de agua a la lumbre y al terminar de comer fregaban los pocos cacharros con el estropajo de cuerda y el jabón de sosa, ambos caseros.
Al terminar de comer, si no había otra tarea, las mujeres, se juntaban por grupos de vecinas para salir a coser a la solana en invierno y a la sombra en verano. Siempre había algo que “corcuñar” o remendar. Quedan en la retina esos grupos de mujeres, muchas de ellas con vestimentas enlutadas, con el pañuelo en la cabeza y la costura entre sus manos,
en distintos rincones del pueblo: la solanilla, al rincón de las cijas de las eras, cerca de la plaza, en la capilla, en la plazuela de abajo, en las casas nuevas...
Por la noche, unas patatas cocidas o unas sopas con un huevo frito o tortilla solía ser el menú diario. En pocas ocasiones, algo de pescado que traía “tía Caeta” desde Mingorría. La escasa variedad de alimentos no hacían perder el tiempo en pensar que pondrían para comer o cenar al día siguiente. La verdad es que se pasaba en algunas casas hasta hambre. Estos alimentos que se repetían de manera monótona no llegaban a cansar, pues además de ser platos bien preparados, antiguamente se comía para vivir y tampoco se esperaba otra cosa, porque no la había. Era milagroso lo que tenían que hacer para sacar adelante a toda la familia ¡Benditas mujeres, amas de casa!



EL LABRADOR


El oficio de labrador junto al de ganadero –pues uno sólo no daba para vivir-, ha sido la forma de vida más común en San Esteban de los Patos durante décadas.

Hasta que no llegaron los primeros tractores (los Barreiros de Lute, más tarde los de Félix y Neme, y Saturio), por los años setenta, durante años se utilizó para labrar la tierra el arado romano, tirado por la yunta de bueyes, vacas, mulas o burros. Con él se roturaba, se alzaba, binaba y sembraba.

Las piezas que formaban el arado romano eran:

- El timón: palo largo que se une a la cama por las belortas y por el otro extremo se engancha al yugo por el barzón.

- La cama: pieza de madera curva donde se sujeta el dental
- Dental: pieza de madera donde se sujeta la reja de hierro con ayuda del pescuño.
- Telera: tornillo que desde el dental atraviesa la cama.
- Belortas: anillas de hierro que unen la cama y el timón
- Clavijero: agujeros que tiene el timón para engancharlo al barzón
- Esteva: pieza de madera curva que sirve para agarrar el arado
- Reja: pieza de hierro afilada para abrir la tierra.
- Orejeras: palos unas veces más cortos y otras más largos que abren el surco.


Nada más terminar el verano, los labradores, sin descanso alguno, empezaban a preparar la siguiente cosecha.

Los primeros días de septiembre se llevaba la basura acumulada durante el año en el basurero, o
muladar, a las tierras; normalmente a las más cercanas para no perder demasiado tiempo en el viaje, bien en burros con serones o en el carro. Se iban haciendo cotos en las tierras para luego esparcirlos con el horquillo. A esta labor se la llamaba estercolar.

Con las primeras lluvias, a sembrar. Era una de las labores fundamentales de los labradores. Tenía cierta complejidad y en gran medida dependía el éxito de la cosecha. Influían multitud de variables en hacer una buena sementera: el estado de la tierra, la humedad, la forma de sembrar, la calidad del grano y hasta “la mano” del sembrador.

Con el grano seleccionado y sulfatado la noche anterior, tras preparar la yunta, cada mañana desaparecían por el camino de la Somaílla, por el camino de Ávila, por los distintos caminos del
pueblo los labradores con las parejas y una pequeña carga de simiente para esparcir a la “huebra”. Ya en la tierra, con un pequeño saquito a la espalda, parecido a una mochila, iban tirando la semilla a puñados. Luego con el arado se tapaba y a esperar a que naciera bien. En torno al 20 de septiembre, lo primero que se sembraba era el centeno. Luego las algarrobas y el trigo, para terminar con la cebada por la feria de Las Berlanas.

Tras esta tarea fundamental venía un tiempo de relativo descanso, dedicado a levantar paredes de cercas y cercados, cortar leña, hacer cisco, arreglar aperos y atender con un poco más de sosiego al ganado, que tras varias “posturas” era sacado a pastar a los cercados.

A finales de noviembre se comenzaba a pitorrear o arrejacar de invierno. Tarea que consistía en pasar el arado por el hondón de los surcos sembrados con una orejera corta arrancando las malas hierbas.

Allá por el mes de marzo, después de un largo y duro invierno en el que las cosechas una vez
enraizadas se habían paralizado, con los días ya más largos y más claros, los agricultores abonaban sus tierras con los nitratos que habían comprado a Doroteo, el de Velayos. De una forma parecida a la de la siembra, a puñados, llevando a la espalda una pequeña cantidad de abono se iban recorriendo las tierras espolvoreándolos por la superficie, procurando que con el viento no se fueran los abonos a la tierra de los vecinos. Ahora a esperar a que lloviera y los abonos hicieran un buen trabajo. Aunque eran caros, había que abonar porque el que no lo hacía solía ver su cosecha mediocre.

Ya en primavera, cuando los sembrados empezaban a tener más de un palmo y las malas hierbas comenzaban a nacer, con la ayuda de un azuelo todos los miembros de la familia recorrían los
sembrados cortando cardos y arrancando las malas hierbas. Esto era escardar. A esta tarea ayudaban desde los más pequeños de la casa hasta las mujeres, que una vez hechas las labores de la casa, con un pañuelo negro para protegerse del sol. A los pequeños solía gustar, pues por esas fechas los pájaros ya habían hecho sus nidos y de vez en cuando se encontraban en los sembrados algún nido de “corucha”, terrera o de algún otro de los muchos pájaros que anidaban en el cereal.

Mientras la cosecha crecía con el calor, el labrador comenzaba otra labor: arrejacar o aricar. Consistía en pasar el arado con una orejera corta por los surcos de las tierras cortando malas hierbas y tapando o cobijando el cereal.

Asimismo, las tierras de barbecho se comenzaban a alzar, labor profunda que consistía en dar la vuelta la tierra para que la paja del rastrojo se enterrase profundamente y se aireara el suelo. Surco a surco, en lontananza, se hacía esta labor recia que exigía fuerza en los animales y en el labrador para
sostener con pulso firme el arado. Si la tierra estaba un poco húmeda se quedaba pegada a la reja del arado y había que quitarla con la “ahijá”, útil sencillo formado por un palo acabado en una especie de cuchilla curva para quitar el barro. Pocas veces estaba la tierra en sazón. Si estaba húmeda el barro volteado al pasar el tiempo se convertía en terrones. Si estaba demasiado seca, también salían terrones. No en balde a los labradores también se los llamaba “destripa terrones”.

Una segunda labor que se hacía a la tierra de barbecho era la de binar.
Como su nombre indica consistía en volver a arar lo que antes se había alzado para dejar la tierra, antes áspera y aterronada, más suave y mullida hasta el otoño en el que se volverá a sembrar.

Con el agua de abril y el sol de mayo la mies comenzaba a encañar y los campos se llenaban de flores como las amapolas y las clavelinas.

Al llegar los largos días de finales de la primavera, en el mes de junio, cuando el verdor empezaba a cambiar de color y estaban los campos en sazón, los guañiles comenzaban a segar el heno de los prados y cercados, y se alzaban los “almeales” para almacenar la hierba, despensa del largo invierno. En esos mismos días se procedía a
afilar las hoces más “usadas” para iniciar la garrobera. Con las estrellas del alba, con la marea para que no se cayeran, los grupos de segadores, mano de surcos va, mano de surcos viene, iban limpiando las tierras y formando moreras de algarrobas. Poco después, por San Pedro, ya se comenzaba a segar la cebada.

En esos días, por la feria de San Juan, se iba a Ávila a vender o comprar algún ganado y a ajustar a los temporeros normalmente hasta el día de la Virgen del Cubillo y excepcionalmente hasta San Miguel o hasta los Santos. También si el verano venía tardío y aún no tenían
segadores, se ajustaba la cuadrilla. Estos solían ser toledanos o de la zona del Tiétar o del Alberche, de Sotillo, de Fresnedilla, de El Almendral y de Navatalgordo venían varios. Otros ya quedaban ajustados año tras año y acudían directamente al pueblo.

Ya en pleno verano, eran días de mucho ajetreo. Había que recoger la cosecha, el sustento del año. Días de muchas tareas también para las mujeres, que tenían que preparar las comidas para mucha gente, todos los de la casa, más temporeros y segadores. Estos dormían en los pajares. Antes de salir el sol ya estaban preparando sus hoces para iniciar la jornada. En las tierras se comían el almuerzo y más tarde se les llevaba la comida para el resto del día, normalmente un cocido con sus sopas de pan, los garbanzos, la carne, el tocino, el
chorizo y el relleno. Al mediodía se veían desfilar los burros con sus aguaderas o alforjas cargadas con las viandas y el agua unos camino de Ávila arriba, otros para debajo de la vía, otros camino Escalonilla… Los segadores mano va, mano viene, dirigidos por el mayoral y ataviados por sus pantalones de pana, su camisa de manga larga algo remangada, las albarcas por calzado y protegida la cabeza con el sombrero y los dedos por los dediles, iban dando fin a todo el cereal: algarrobas, primero; seguía la
cebada; se pasaba al centeno y se terminaba con el trigo allá por Santiago, el 25 de julio. La cuadrilla de segadores, como su propio nombre indica, solía estar formada por cuatro segadores y un atero, normalmente algún chaval joven que hacía las veces de mozo ayudante para lo que se le precisase.


A mediados de julio se empezaba a poner eras. Cada labrador solía tener cogido año tras año el lugar para ello: unos en el Artezuelo, otros en las eras, otros en el Verdinal. Allí tras cortar la hierba que no habían pastado las vacas se “ponía era”. Era todo un espectáculo. Durante casi dos meses era el lugar de la vida del pueblo. Desde por la mañana muy temprano hasta el anochecer, e incluso hasta el día siguiente, pues a veces se dormía en las eras para cuidar que no robasen, la vida trascurría en la era.

Con los luceros del alba se acarreaba la mies de las tierras, se descargaba en la era, se extendían las moreras de algarrobas o los haces de cereal, se balagaba con las horcas de madera y cuando ya el sol calentaba se comenzaba a trillar. Vueltas y más vueltas al ritmo parsimonioso de las vacas o al más trotón de mulas o caballos. De vez en cuando se
juntaba parte de la familia para dar la vuelta a la parva, (hasta seis veces; dos con horca, dos con horquillo y dos con pala) y luego otra vez a trillar hasta desgranar la espiga y cortar en trozos pequeños la paja. Esta tarea pesada para los mayores era la delicia de los más pequeños de la casa a los que gustaba subir y bajar constantemente del trillo.

Al caer la tarde se preparaba la cañiza y se amontonaba en peces y a preparar la siguiente parva. Así día tras día hasta acabar con toda la
cosecha. Ya en los últimos años de trilla aparecieron las máquinas trilladoras, que a veces se usaban en lugar de los trillos. Estas cortaban el cereal con unas aspas afiladas en vez de las piedras de pedernal del trillo. ¡Qué bien lo pasaban esos días los críos subiendo de trillo en trillo o jugando entre los haces y más tarde entre los montones de paja y los sacos! ¡ Y qué lindas estampas viendo a la gente mayor protegidos con “sombrerones”, trillando con parsimonia, sentada en las banquetas sobre los trillos, al ritmo cansino de “la pareja “, bajo un sol de justicia!

Una vez terminada la trilla de un cereal, antes de comenzar el otro, ¡a barrer! Un grupo de mujeres de la familia, acompañadas a veces por otras del pueblo no labradoras barrían la era. A éstas luego se las recompensaba con un carro de paja para la lumbre.

Algunos años en los que había nublaos o tormentas se hacía muy dura y pesada la época de trilla. Se reía en el pueblo la expresión contradictoria de algún labrador que tras un verano lluvioso dijo “ gracias a Dios a que este año ha habido poca cosecha” .

Terminada la trilla comenzaba la limpia, abeldar. Hasta la aparición de las máquinas limpiadoras, esta tarea se hacía aprovechando el viento. Con la presencia del viento solano, que siempre suele aparecer a finales del mes de agosto, los labradores separaban el grano de la paja. Con la ayuda del bieldo se iba levantando la trilla amontonada en los peces, alejando el viento la paja y cayendo el grano más cerca. A este se le pasaba por las cribas hasta quedar el grano totalmente limpio.

Con la llegada de las máquinas de limpiar se facilitó mucho la tarea de la limpia. Ya no se dependía de si levantaba el aire o no. Estas con unas aspas dentro de un bombo hueco, movidas por una manivela, provocaban una ráfaga de viento que lanzaba hacia atrás. Allí un juego de cribas, más o menos abiertas, dependiendo de lo que se estuviera limpiando, movidas por el mismo juego de la manivela
iban separando el grano, que caía por la parte inferior delantera, de la paja que salía por la trasera. Por los laterales salían las “grancias “, los palotes más duros de la paja mezclados con piedrecillas y terroncillos. A un cajón inferior iban a parar los granos mermados y otras semillas junto con tierrecilla. Todo esto también se aprovechaba para echárselo al ganado o las gallinas una vez pasado por la criba de forma manual. Más adelante llegaron los motores de gasolina para alivio de las personas a las que les tocaba dar a la máquina.

El grano se medía con la media (media fanega) o
celemines y con el rasero y se metía en costales o sacos. Era costumbre esos días en los que el grano estaba en la era quedarse a dormir allí. Algún miembro de la familia se quedaba vigilando para evitar que algún posible
ladrón lo robase. No en balde era prácticamente el sustento del año. Solían ser los mozos, a veces acompañados de hermanos más chicos, los que voluntariamente se apuntaban para ello. Era una experiencia muy especial dormir en la era bajo el cielo estrellado y, al juntarse varios mozos, se lo pasaban bien.

Una vez apartado el grano de la paja, aún quedaban dos tareas importantes para terminar la recolección de la cosecha: guardar el grano en el “sobrao” o en la panera y meter la paja en el pajar.


- La primera se hacía al final de la tarde, a veces casi de noche. Se cargaban los costales o los sacos
de fanega y media o dos fanegas entre dos personas, ayudadas por un palo, en el carro y una tercera los colocaba. Desde allí al “sobrao” o la panera. ¡Eso sí era trabajo de hombres fuertes, el costaleo! Con el saco cargado sobre los hombros había que subir empinadas y estrechas escaleras hasta el sobrao. También era el momento más gratificante para el labrador: ver por fin el grano en casa para poder sobrevivir hasta la próxima cosecha. Era el recuento del año.“He cogido tantas fanegas de cebada, de trigo, de … “

-La segunda, la paja. Casi igual de importante que guardar el grano. Servía de alimento, junto con los cereales para bueyes, vacas, mulas, burros… Asimismo, era la materia para “echar camas” en las cuadras y así conseguir limpieza y bienestar para los animales. Además era necesaria para mantener
encendida la lumbre todo el año. De madrugada se aparejaba a los burros o mulas con “algadijas”, unos aperos de madera donde se enganchaban las redes o se uncía la pareja al carro, rodeado también de redes, para llevar la paja desde las eras hasta el pajar. Gario en mano se la iba metiendo por el bocín, donde otra persona, a veces los niños, la iba colocando y pisando dentro del pajar. Para los niños, a pesar del picor que producía también era un lugar de juego. Al acabar de llenar los pajares era costumbre llevar o donar algún carro de paja a la maestra, al cura para que se calentaran durante el invierno.

Con las barreduras de las últimas pajas y grancias quedaba la era expedita y solitaria. Con tan solo unos días de relativo descanso en el mes de septiembre, o mejor dicho, de cambio de actividad porque el labrador no descansaba nunca, comenzaba de nuevo la rueda de la cosecha de la siguiente temporada.

El ciclo de la vida en el pueblo se podría resumir así: De niño a pastor o vaquero, de pastor o vaquero a mozo. De mozo, tras pasar por la mili, al matrimonio. Recibían de los padres unas pocas tierras, una pareja y lo necesario para emprender una nueva vida aparte, o incluso los primeros años viviendo con los padres, hasta independizarse y ser ayudado por sus propios hijos. Trabajo duro y agotador, lleno de privaciones y penurias, pero ilusionado y lleno de sentido. De esta plenitud, a la vejez, bien llevada y arropada por la familia. De la vejez, a la muerte. Filosofía de vida en el pueblo durante años.

“A la memoria de todos los labradores de San Esteban de los Patos, que han sido muchos y muy sufridos”.


EL GANADERO
Junto al oficio de labrador, y normalmente complementario, estaba el de ganadero. La gran mayoría de las familias de San Esteban de los Patos tenía algún ganado en casa.

Por las características del término, en el que abundan los berrocales y labajos por la zona sur y los cerros por la parte norte del pueblo, siempre ha habido pasto para el ganado.

1. Ganado vacuno.

En la antigüedad todas las familias de labradores tenían su pareja de bueyes o vacas y además otra pequeña manada como fuente de sustento junto a la agricultura. Eran vacas negras, llamadas terrenas,
de las que se criaban los chotos para luego venderlos en las ferias de San Juan (23 y 24 de junio) y la de septiembre (días 10 y 11) o en el mercado de los viernes en Ávila.

Este ganado, muy bien adaptado a este tipo de terreno,
prácticamente se mantenía con lo que comía en el campo, sobre
todo los cerriles. Por el contrario, a las parejas de labor había que cuidar con sumo mimo y a diario se las asistía o “aviaba” con varias “posturas” por las mañanas antes de salir a trabajar y otras tantas por las tardes al regresar. En estas posturas se les echaba paja y grano de algarrobas que era de buen alimento. Asimismo, se las complementaba con un buen haz de heno.

Terminado el verano, se soltaba a los animales a la rastrojera, donde prácticamente, exceptuando los melonares y los huertos, todo el término estaba libre para el ganado. Tras comenzar la tarea de la siembra, había que cuidar o reservar los prados de la hoja desde los Santos. Asimismo, desde las Candelas, 2 de febrero, se guardaban todos los pastos hasta que “se soltaba a verde”, normalmente por San Isidro. En esas fechas se llenaban de vacas y vaquerillos Las Eras, El Artezuelo, El Verdinal, lugares más tempranos y cercanos al pueblo. Para los niños era todo un acontecimiento, era sentirse mayor, cuando con el permiso de los padres podían salir antes de la escuela por las tardes para ir de vaqueros. Con su talega colgada, con un trozo de pan y alguna vianda de merienda, desfilaban los vaqueros arreando vacas por los distintos caminos. En esos primeros días cuando el ganado pacía tranquilo por la gran cantidad de pasto que tenían, los niños disfrutaban juntándose para jugar entre las altas hierbas.

Había varias zonas de careo en el término. Una vez pasados los primeros días, el lugar habitual para
ir con el ganado era el Prado Grande o también llamado el Prao Segar. Empezando por abajo, por el Verdinal, siguiendo por el Lanchalino, Piazarza y Las Fuentes. Poco a poco se iba subiendo por el Risquillo, las Longueras, el rincón del Castrejón, la Sapera y terminar en la Juntanilla, junto a la dehesa de la Nava.



Si se elegía la zona de los cerros, se solía salir por Pialdea, continuabas por el Barrero, las Cañadillas y los regueros que terminaban en Juntanar. Aquí el ganado comía menos cantidad de pasto, pero de mejor calidad. Decían los abuelos “engorda más el ganado aquí lamiendo que en los prados comiendo a boca llena”. También se salía Pilón abajo, la Rejoyá, siguiendo todo el arroyo hasta llegar a la vía.

Otro careo era el camino de los Pozuelos. Pasando por los pequeños prados de la Mina, los Carneros, Guija del Tiradero, el Droque, los Pozuelos, las Caseras para terminar en los Labajos. O al pasar los Carneros, ir por el Canto el Rayo, Prajón del Moje, El Cerro, La Reguera y el Matute. Otra opción era Pradohoyo, Huerto Nuevo, Taberros para terminar en las Tusas.

A la hora de elegir el careo era importante que hubiera agua cerca para que el ganado pudiera abrevar en las distintas y numerosas fuentes que había en el pueblo. El primero en beber, antes de que dejaran allí sus babas las vacas, era el vaquero con algún bote que siempre se tenía guardado en la fuente o si no había se bebía a bruces, con las manos o con una bolsa que hacía las veces de vaso. Se solía ir variando de careo para buscar buenos pastos e ir huyendo de otros ganados para que tus vacas estuvieran más tranquilas. También influía en la elección el tiempo que hiciera. Había que tener
cuidado con las tormentas, que entonces eran numerosas, buscando lugares donde pudieras cobijarte. Eran numerosas las cuevas hechas entre las piedras.

Algo a tener muy presente, sobre todo en los meses de mayo y junio, era cuando a las vacas las picaba la mosca. En las horas de calor, estas recibían tales aguijonazos que era muy corriente verlas con la cola en alto correr despavoridas huyendo de este pequeño insecto.

Queda en la retina el desfile de vaquerillos/as (pues normalmente esta tarea la hacían los pequeños de la casa), cubiertos con el sombrero, el jersey anudado a la cintura y la talega atada al cinto portando un trozo de pan con algo de “chicha” o alguna pieza de fruta, con la vara o la garrota en la mano y al son del “arre, vamos, vaca” saliendo por los distintos caminos del pueblo.

La jornada del vaquero en el buen tiempo comenzaba por la mañana antes del amanecer con el lucero “Trabayeguas” y se volvía cuando el sol empezaba a calentar a media mañana. Por la tarde se salía cuando aflojaba el calor del sol y se regresaba al anochecer. Eran en esas horas de menos calor cuando el ganado mejor pastaba. Para no traer todo el ganado a casa, había en el término corralizas, cercas de piedra donde se encerrar al ganado. Existían algunas públicas como la del Cerro y otras particulares en El Prao, en Las Caseras, Las Tusas, Pradohoyo y La Guerra.

Durante la primavera y hasta la recolección de la mies, los vaqueros tenían que cuidar que el ganado no se metiera en los sembrados (trigo, cebada, centeno, algarrobas…). Si esto no se cumplía eran corregidos o incluso multados por el guarda, persona que pagaba el Ayuntamiento para hacer cumplir las normas.

Cuando todo estaba recolectado, se soltaba a la rastrojera, donde ya el ganado se movía más libre por todo el término, teniendo que estar solamente pendiente de los ya mencionados melonares y los huertos, que era lo más verde y apetecible que quedaba tras el sofocante varano.

En el otoño y en el invierno a veces se sacó el ganado a rodeo, donde a toque de cencerro cada ganadero sacaba las vacas al Artezuelo o la Fuente, dependiendo de la hoja abierta – parte del término que se sembraba-. Los ganaderos contrataban a una persona para ello. Tenemos en el recuerdo a Colás, buen conocedor del término y buen vaquero. Era una época dura para los vaqueros que pasaban largas horas a la intemperie pasando frío únicamente arropados en su manta zamorana.

Cada ganadero apuntaba en la Hermandad, sociedad que gestionaba los pastos, el número de vacas que sacaba a estos en relación a las obradas de tierras que tenía.

En el pueblo de San Esteban de los Patos hay un antes y un después, tras el lamentable acontecimiento que ocurrió a mediados de los años 70. En algunos pueblos de la provincia de Ávila el ganado vacuno tenía la enfermedad de la brucelosis, lo que vulgarmente llamábamos en el pueblo
“la peste”. Tras comprarse alguna vaca en el mercado que padecía esta enfermedad y contagiar a otras, toda la cabaña bovina del pueblo estuvo en cuarentena, tiempo en el que no se podía vender el ganado, lo cual hizo que en pocos meses aumentase bastante el número de cabezas. Pero lo atroz fue que tras varios análisis y saneamientos, los veterinarios obligaron a sacrificar todas las vacas del pueblo. Fue un drama. Fue ganado vendido al peso (terneros, añojos, erales, vacas a punto de parir, otras recién paridas…) todos sacrificados, que junto a una mísera subvención acabó con la ganadería del pueblo. Era horroroso ver camiones y camiones de ganado derechos al matadero. ¡Qué pena daba ver las lágrimas de los ganaderos, de sus mujeres, de los hijos tras desprenderse de su forma de vida, sus vacas! ¡Un horror! Después hubo que desinfectar cuadras, cijas, corrales y estar un año sin poder traer ganado. Esto provocó que muchas personas tuvieran que buscarse otros trabajos para poder vivir (albañilería, pieles…) y solamente unos pocos de los antiguos ganaderos volvieran a comprar otra vez ganado. Era volver a empezar.

Tras este periodo sin vacas, el tipo de ganado que se compró fue mayoritariamente de raza suiza y alguna de raza mixta (mezcla de campo y de leche) cambiado el tipo de productividad de la carne a la
leche. A estas vacas se las ordeñaba a mano mañana y noche. La leche se consumía en casa, se vendía a las personas que lo deseaban del pueblo y el resto se llevaba a la lechera, camión que venía desde Velayos por las mañanas muy temprano a la plaza a recoger la leche. Allí se acudía con los cubos o las cacharras de metal al toque del claxon del camión, sin descuidarse porque te quedabas con la leche en casa. En un medidor se iba volcando la leche y el lechero
lo anotaba en dos cartillas, una que se quedaba con ella y otra para el ganadero. Al final de mes se pagaba la leche, sustento para la familia.

Me afloran tres recuerdos de niño relacionados con la leche: uno, el de ir a buscar la leche con la lechera (vasija de metal y más tarde de plástico donde se transportaba la leche de una casa a otra) o el
puchero; otro, el placer de comer un trozo de pan de mediana untado con la nata de la leche y azúcar; y un tercero, el disfrutar de
unos dulces y suaves calostros (leche muy densa que daba la vaca en los primeros días después del parto).



El pueblo se fue despoblando. Algunos ganaderos en los años 80 emigraron a la ciudad buscando una vida más fácil, sin tantas penalidades ni tanto trabajo sin recompensa económica y tan sólo quedó una ganadería de leche, hoy ya también extinguida. En la actualidad hay 5 ganaderías, todas ellas de ganado de carne que son las que mejor se adaptan al terreno del término, volviendo otra vez a los orígenes.



2. Ganado ovino.

Junto con el ganado vacuno, los rebaños de ovejas siempre han compartido los pastos en Los Patos.
A mediados del s. XX llegó a haber en el pueblo hasta siete pequeños rebaños de unas 200 a 250
ovejas. (Los de Ángel, Balta, Julián, Julio, Mariano, Polonio y Tiburcio). Todos eran labradores que tenían el rebaño como complemento a la labor de la tierra. Las ovejas aprovechaban los pastos de los cerros, especiales para este ganado, los de las tierras en la barbechera y en la rastrojera y les proporcionaba un abono estupendo y barato para sus tierras.  
El oficio de pastor solía ser ejercido por los hijos. Primero, los mayores y luego, según iban llegando los demás hermanos se iban turnando. En cuanto se había aprendido a medio leer, escribir y las cuatro operaciones matemáticas básicas se sacaba a los hijos de la escuela para cuidar el ganado. Algunas familias ajustaban pastores. Destacan entre los buenos pastores de aquella época Valentín, Damián de Riofrío, Leoncio de Tolbaños y Lao.
La vida del pastor variaba según la estación del año. En verano madrugaban mucho para alimentar al ganado antes de que calentara el sol, donde las ovejas se acarraban a la sombra de algunas piedras o árboles, y luego al caer la tarde se las volvía a carear hasta el anochecer, donde se las guardaba en el
redil o ré durmiendo al raso para que estercolaran las tierras de barbecho. A la mañana siguiente el pastor cambiaba las teleras de sitio hasta recorrer toda la tierra. El otoño era más tranquilo. La rastrojera daba suficiente pasto y grano, las ovejas estaban más gordas y los pastores más descansados. En invierno estaban menos horas de careo porque las horas de luz son menos, pero tenía otros inconvenientes: hacía frío, llovía, nevaba y a pesar de arroparse con buenas mantas y protegerse los pies con “los pellejos” era duro estar a la intemperie, aunque siempre han sido los pastores los que mejor conocían el término para buscar los refugios y los cortes de viento, bien detrás de unas piedras o de las zarzas. Por la tarde al llegar a la cija había que” echar los corderos” lo que se llamaba “la paridera”, algo que a los que no estamos con las ovejas nos parece tan difícil, conocer qué cordero corresponde a cada oveja.
Había años en los que había que buscar pastos en otros lugares como la dehesa de El Alamillo, más allá de Urraca Miguel. Allí, el amo les llevaba “la tanda” (pan, garbanzos, tocino, viandas, para subsistir) y el cambio de muda.
Vida muy bucólica, pero muy dura, la del pastor, donde a pesar de que en el campo entonces había mucha gente, pasaban largas horas solos, con la única compañía de sus inseparables y guardianes perros. Así era muy normal entretener el tiempo haciendo piezas de madera con la navaja, creando verdaderas obras de arte.

En primavera, con el resurgir de la naturaleza, de los pastos, también crecen los trigos, muy golosos para el ganado y que había que cuidar. Era un arte ver cómo los pastores con la ayuda de sus perros
dirigían las ovejas por los estrechos caminos sin que el ganado entrara en las tierras.

La indumentaria del pastor era muy austera, al igual que la de todos los habitantes del pueblo. Llevaban la misma ropa casi todo el año. Vestían pantalones y chaqueta de pana negra, camisa sin lavar en ocho días, zahones, boina negra, trapos o patines de lana debajo de las albarcas en los pies. No faltaba la manta enrollada hasta en los
mejores días “por si acaso”. Tampoco podía faltar el zurrón o morral colgado en bandolera con la merienda y la navaja. Colgado de él el vaso de cuerno de vaca para beber en las numerosas fuentes del término. En la mano, la garrota o gancha, hecha en otoño con los retoños de negrillo y combada al calor de la lumbre.

Queda el recuerdo de los pastores delante del ganado dirigiendo el rebaño de ovejas como un director de orquesta, donde todos le obedecen y hacen caso a esas palabras ininteligibles que ellos usaban y que solamente las ovejas entendían, al ruido de los
cencerros, con algunas siempre cojeando y llenando de cagarrutas caminos y calles por donde pasaban.



El esquileo.

Unos días especiales entre los ganaderos de ovejas eran los del esquileo, allá por el mes de junio. Todos hemos oído el dicho:

“En mi pueblo hay tres días que relucen más que el sol:
La matanza, el esquileo y el día de la función.”
Los esquiladores en grupos de 4 a 6, muchas veces procedentes de Muñana, a primera hora de la mañana, tras tomar unas copas de anís o aguardiente y unas pastas, vestidos con sus zahones, se
dirigían a la cija. Allí sacaban de su macuto las tijeras, la piedra de afilar y una bolsita con ceniza por si se cortaba a la oveja mientras los atadores ligaban o ataban a las ovejas por las patas y las manos. Después los esquiladores, cogiendo al animal entre sus piernas, con suma maestría, iban quitando la cubierta de lana a todo el rebaño.
La comida esos días era más abundante: A media mañana se “tomaba el pan”, una parada para recuperar fuerzas en la que se comían unos buenos torreznos de longaniza y lomo junto con jamón. Para la comida se solía comer un cocido con carne de alguna oveja matada para la ocasión. Por la noche, un buen guiso de carne con patatas. Todo ello regado siempre con la bota o barril de vino. También era costumbre preparar esos días una buena cantidad de queso fresco para los esquiladores y a su vez para la merienda de los muchachos.

Los vellones de lana se echaban en una sábana para llevarla hasta la lanera, lugar donde permanecía hasta meterla en sacas a la hora de venderla, que junto con la venta de los corderos formaban parte de la subsistencia de la familia.


3. Cerdos y otros.

Junto con la ganadería de vacuno y lanar, principales en el pueblo, los vecinos de San Esteban de los Patos, tenían otros ganados como complemento a la agricultura. Había yeguas y caballos, burros, mulas, gallinas, conejos y no podían faltar los marranos.

Cada familia criaba el marranillo para poder llenar la despensa al llegar la matanza y tener la manutención de todo el año.

Durante algún tiempo, cada mañana, a toque de cencerro del marranero o porquero, se juntaba a todos los cerdos en el corral de concejo para sacarlos a pastar y hozar por el campo, en las tierras de barbecho. Estos, tras devorar pasto y raíces y darse unos buenos revolcones entre la tierra y el barro, volvían al caer la tarde.
De vez en cuando se oía por las calles de los Patos el silbido del capador, que cortaba los testículos de los animales para su engorde.
Cuando llegaba la época del invierno, antes de la matanza, a los marranos más grandes se los encerraba ya en la pocilga para cebarlos con la harina de cebada, centeno, patatas cocidas y berza. Cada mañana y cada tarde había que ocuparse de “echar a los marranos” hasta que los llegaba “su San Martín” cuando ya pesaban unas buenas arrobas. ¡Benditos marranos! ¡Qué habría sido del sustento familiar sin ellos!

  El Cantero 

Las canteras son una formación rocosa de donde se extraen las piedras para ser labradas. La explotación se hace a cielo abierto aprovechando el granito que se encuentra a flor de tierra. La extracción empieza de fuera a dentro y de arriba abajo, formando planos escalonados o terrazas.
Para romper las piedras, se hacia  un agujero con barrenas golpeadas con el mallo, para hacerlo se necesitaban dos personas, una  golpeaba con el mallo la barrena y la otra  giraba la barrena a cada golpe y echaba agua de vez en cuando en el agujero para que se enfriase la punta de la  barrena. Una vez se hacía el agujero bastante profundo, se llenaba de : cartuchos de dinamita,  arena y una mecha muy larga, para que diera tiempo a prenderla y esconderse detrás de alguna piedra para que no les alcanzasen los pedazos de piedra que salían lanzados en la explosión. La extracción manual de la roca granítica se realizaba mediante la colocación de cuñas de acero que al ser golpeadas con el mallo rompen la piedra en bloques, los cuales eran desbastados con la maza de hierro y el pico o punterola. Después se inicia el labrado con la martellina, el cincel ( puntero) el martillo de dos brocas, el trinchante y la bujarda, dando forma a la piedra con la ayuda de plantillas, niveles, plomadas, reglas, metros, escuadras y compases entre otros instrumentos. Para el arrastre de piedras se utilizaban rodillos, gatos, barras y otras máquinas auxiliares. Los canteros hacían encargos de piedra labrada en forma de bancos, bordillos, jambas, dinteles, cornisas, peldaños  o losas. En la actualidad la actividad artesanal ha ido abandonándose en favor de fábricas mecanizadas, muchas de ellas creadas por antiguos canteros.

La única innovación técnica consiste en un compresor y una sierra radial, lo que facilita considerablemente la extracción y el cortado de la piedra.
La fuerza de repicar la roca, resiente la salud de los cortadores y labrantes, agravada por las inclemencias del tiempo. El polvo del granito golpeado, mezclado con el aire que se respira  provoca  silicosis. La postura agachada y encogida que suele adoptar el cantero y el gran esfuerzo físico que supone mover piedras produce la desviación de la columna vertebral (citosis). Las esquirlas  que saltan  suelen dañar los ojos  y muchos martillazos que se escapan al aire ocasionan dolorosas llagas en las manos.
Hoy, los canteros, enfrentándose a las nuevas técnicas de construcción y a la industrialización que han invadido prácticamente todos los campos, sólo tienen una salida: la conservación del patrimonio histórico como colaboradores directos de los especialistas en restauración.
Ya no quedan pinches ni aprendices, porque las jóvenes generaciones hace tiempo que huyeron de este duro trabajo, mientras que los labrantes también hacen de cortadores y se ocupan de sus propias herramientas, haciendo incluso trabajos de fragua.
En otro tiempo, mediados del siglo xx, al gran número de canteros existentes se sumaban casi todos los labradores, quienes se ocupaban del transporte de la piedra mediante carros tirados por vacas.
La conservación del legado monumental sobre el que se construye la historia de  Ávila, obliga sin duda a contar con la pericia de los artesanos de la piedra: los canteros.



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